11 de junio de 2015

“Los leprosos que conocí no poseían nada pero tenían un corazón que sabe cómo amar”

La hermana Rua, misionera española de la Madre Teresa de Calcuta ha pasado nueve años en la India. Ahora, de regreso a España nos cuenta su estancia en una leprosería.Esta española es puro nervio y pura fuerza, la cual dice, no proviene de ella. Jovial, clara y sencilla, rompe cualquier esteriotipo que se haga de una monja.





Tiene usted una historia vocacional paradójica. Vamos, que es de esas que no quería ni oír hablar de ser monja...
Yo era muy reacia pero mi corazón quería ser misionero. Quería casarme y había hecho todo lo posible para hacerlo. Salía con chicos, salía de copas, pero un día mi hermana me pidió que le comprara un libro. Cuando llegué a la librería había una estantería llena de libros de la Madre Teresa. Sentí el impulso de comprar uno y desde entonces ya no pude vivir sin dejar de pensar en ser hermana de la Caridad. Aunque, repito, no me apetecía en absoluto ser monja ni rezar tanto como ellas. Sin embargo, ahora puedo decir que soy la mujer más feliz de la tierra y no cambio lo que he vivido por nada..
Después de ingresar en la congregación fue destinada a la India ¿qué hacía allí?
Nuestros conocimientos se ponen al servicio de la misión. Yo estudié medicina y allí la he ejercido. Cuando llegué estuve 6 meses mala. Pillé varias fiebres tifoideas y el carbunco; y lo pase mal porque ahora que estaba convencida de ser monja, no podía hacer nada. Ahí me di cuenta de que lo importante no era el hacer sino el ser. Yo quería ser amor entre la gente, dar todo lo que había recibido, ser sencillamente amor para otros. Me costaba mucho pero el amor de Dios me ha permitido ser fiel y testigo de Él.
¿Qué se encontró en la India?
En Calcuta trabajé en un psiquiátrico con 500 mujeres y en el consultorio atendía a unas 900 personas al día. Aprendí mucho de la propia experiencia. Al enfermar de carbunco, yo misma me hice un cultivo y averigüé con el antiviral un medicamento para curarme. Luego, con él, también curaba a la gente.
¿ Y cómo ha sido su experiencia en la leprosería?
Al principio también me costó mucho pero ahora sé que en ella es donde encajan todas las piezas de mi vida. Allí he encontrado la sed más fuerte de Cristo. Él decía atado de pies y manos en la cruz: “tengo sed”. Los leprosos también están atados de manos y pies por la enfermedad y como Cristo, tienen sed de amor. Tienen los nervios periféricos afectados y pierden los dedos, las manos, los pies... Algunos, los más antiguos, se quedan ciegos. El último día, antes de irme, les dije lo más importante que yo he aprendido; y es que a pesar de todo lo que les falta, ellos tienen un corazón como el Señor, que sabe cómo amar.
Pero la lepra se cura...
Sí, pero la miseria hace que muchos se traten tarde y aunque algunos se curan, las secuelas provocan el rechazo de la sociedad. Algunos han sido abandonados por la familia. La primera semana de estar allí, llegó a la puerta de la casa un joven que llorando decía: “No tengo a donde ir. Me han echado de mi casa y estoy en la calle. Tengo la lepra. No puedo trabajar y no tengo que comer”. La primera satisfacción que tuve es poder decirle: “Esta es tu casa”. Yo sentí que mi corazón se dilataba, que más que los muros de la casa, le ofrecía la casa de mi corazón. Le decía: “esta es tu casa y esta es tu familia, y nosotros estamos dispuestos a enseñarte lo que significa amor”. Lo que hemos recibido gratis queremos darlo gratis.
¿En qué condiciones trabajaba en esa casa?
De medicamentos estamos bien y vivimos de las donaciones porque no se cobra nada. El Señor cuida de sus pobres. El gobierno nos cedió una casa alejada de la civilización donde no había ni agua. Pero ellos la han convertido en un paraíso; con cultivos de flores, de arroz,... Hemos podido reconstruir el quirófano que tenía goteras y carecía de lavabos y sistemas de esterilización. Se duchaban en la calle a los 5 días de ser operados... Han ayudado mucho. Íbamos juntos a limpiar los lavabos, a dar la comida a los pacientes, a cortar las flores y a cultivar los campos...
Y ahora ha tenido que regresar a España a terminar su formación. ¿Qué ha experimentado al separase de ellos?
No me quería venir. Todo me resultó muy duro y no pude terminar lo que tenía entre manos. Eso me ha hecho entender que el Señor empieza la obra y Él la termina. Estábamos muy apegados y cuando les dije que me tenía que ir no se lo podían creer. Me decían: “Yo me voy a morir, tú eres mi padre y mi madre”. Yo les respondía que sólo soy una persona pero estoy segura que desde que entré allí todo ha sido una afluencia del amor de Dios del que yo sólo he sido una canal. Por eso no estoy orgullosa ni me pongo ninguna medalla. Juntos hemos construido un lugar que se llama “Santinaga” (Ciudad de la Paz). Muchos me decían: “Yo es que aquí he descubierto la paz”.

Publicado por primera vez el 16 de febrero de 2009


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